Aquí y allá, ahora

Por Josefina Dartiguelongue


Espacio tiempo
Muestra en la Galería Daniel Maman – Año 2003

Nora Correas tiene una especial contundencia para nombrar, para denominar. Con esa peculiar fuerza da nombre, identidad y legitimidad a su propia muestra. Acción que fija el centro de despliegue de la palabra: Aquí y allá, ahora en una textura rotunda. En un “aquí” que fluye y se dinamiza hacia un “allá” que retorna concentrado en temporalidad presente: “ahora”.

Sugerente y concreta, arraigada y metafórica, su obra planta un lugar antropológico y un tiempo ontológico, un tiempo que no es el mero durar convencional sino el que “posibilita ser”.

Una muestra de esta índole nos invita a entrar en un círculo empático, en una interacción movilizada por fuentes de significación que son cada una de sus presencias plásticas para acceder así a una transformación del “ahora” y desplegarnos hacia un ”allá” desde el “aquí”. Pero también desde las resonancias del allá nos posibilita redescubrir y redimensionar el “aquí” y “ahora”. Permite tantos movimientos como experiencias posibles, por eso abre un espacio y un tiempo no convencionales. Desde una aproximación filosófica produce algo extraordinario: genera un salto cualitativo por el cual espacio y tiempo se vinculan de modo tal que el “y” habitual con que fueron separados en nuestras culturas se concentra en una transversalidad abarcativa.

Este salto cualitativo de la conjunción “y” permite que espacio y tiempo, desde lo original de su puesta, se atraviesen y sesguen sin generar disyuntiva. En este sentido es una obra de síntesis, de conciliación de los opuestos: de lo vacío-lleno, de lo adentro-afuera, de lo habitual-extraño, de lo original-originante. Es lugar de encuentro: del ser-simulacro, de los materiales, de las metáforas, del dolor y la crítica del presente social, pero desde la construcción de futuro.

Este salto cualitativo deriva de esta armonización y reunión de los aparentes opuestos que no están negados ni homogeneizados sino que se han instaurado en un “lugar” previo, anterior. Un espacio-tiempo en el que existe una unidad más abarcativa desde la cual es posible luego que se enfrenten.

Así impactan de entrada sus manzanas: una natural, otra construida. Solas, despojadas, a la altura de las manos interpelan con la fuerza de lo simple y primigenio acerca de la constitución de lo real: ¿qué es lo que “es” en verdad?, ¿qué es la “apariencia”, el “aparecer” y el “parecer”?, ¿cuál es el juego de mostración de lo “real”?, ¿qué es lo real, lo virtual y arte-facto?
¿Cómo posicionarse humanamente respecto de dichas interrogaciones? ¿Qué es elegir? Las preguntas parecen entrar en un juego reflexivo, pues, ¿por qué elegimos, cómo elegimos?, ¿en qué lugar nos coloca la interrogación misma? ¿Desde dónde nos preguntamos?, ¿cuál es el “allí” de este “ahora”, “aquí”? Y así indefinidamente… En medio de esta perplejidad aparecen La caída y Oropel verde (del latín aurea pellis, siglo XII, piel de oro). En la primera vemos dos escaleras que cuando más se elevan aumentan su fragilidad, pero también su liviandad y transparencia. La metáfora ascensional remite otra vez al enigma del “desde dónde” y el “hacia dónde”; el arriba y abajo, el sostenimiento y el vacío. De otro sentido viene el impacto que causa el oropel de moscas, porque “allá” en su infancia ella coleccionaba insectos. Descubrió las moscas verdes, ésas cuyas vidas se relacionan con la muerte de otros cuerpos. La autora plantea con sutileza el poder de la acumulación y “la fuerza de lo pequeño”, tal como ella misma lo expresa: “lo pequeño relacionado en secuencia y ritmo permite construir una superficie”. Concentración de lo pequeño que puede devenir en algo “poderoso”.

En tiempos de marginación y empequeñecimiento, de ahuecamiento y licuación social, estas presencias estéticas nos recuerdan que la condición humana organizada en sus ritmos y secuencias no resulta una pura acumulación cuantitativa de experiencias, sino “una trama o urdimbre” que puede construir “poder”. Resuenan en este punto sus propias palabras: “La realidad me golpea, soy como una esponja… Estar vivo es estar permeable a todo lo que sucede”.

Toda esta conmoción aparece de múltiples formas: la ironía y el dolor a través de Platos nacionales. ¿Cómo sustraer a las resonancias de “comer vidrio”, “tragar sapos” y estar frente al convite de las lugareñas empanadas rellenas de sapos? Lo local-particular y lo universal de la condición humana se concentran con la fuerza de lo sencillo en tanto primigenio. El mismo asombro y reflexión sugiere otra obra, Los maderos de San Juan, que sigue la misma línea de planeamiento: el hambre. En este caso se instala la experiencia indecible de acercarse a una mesa paradójica: a los que “piden pan, no les dan” ya que los panes se escurren en su transparencia, mostrando el poder de su no ser. Lo que parece ser y no es. El vacío y la ausencia de lo que es.

Nora Correas plasma con la concretez de sus manos un lugar-presente de originación. Siembra interrogantes filosóficos porque sus preguntas-obra se instalan como espacio interrogativo. Éstas se abren como vínculo comunicacional en la expectativa de generar preguntas y gestar respuestas. Respuestas que acaso no sean una resignación lanzada hacia el mañana sino formulación de otras preguntas más sutiles y personalizadas que posibiliten a la condición humana la elección del futuro. “El primer cambio real es el de nosotros mismos –afirma la autora-. Somos artistas de nuestra propia vida.” En este sentido, es necesario también enfatizar el peculiar movimiento del “tiempo”. Tiempo que no sigue la alineación estructurada que tipifica la llamada historia de Occidente: pasado-presente-futuro, de emblemática herencia aristotélica.

Su interés radica en el presente, en la densidad concentrada del “ahora”, pero como ella misma expresa, en función de la construcción de futuro y sabiendo que “sin el pasado, el presente no se encarna”. El “aquí”, lugar-futuro, movimiento “hacia” lanzado a su vez a otro lugar-recuerdo, al pasado en tanto recordado desde la llamada del futuro. Por eso es posible releer el pasado tanto personal como social y “presentizarlo”, como dice la autora.

Las metáforas de las transparencias, de larga data en su obra, nos permiten experimentar que lo transparente tiene una presencia consistente en su levedad. A partir de este torbellino espacio-temporal se instaura el ahora. Expresión concentrada del presente inmediato. Pura presenciabilidad. Pero esta manifestación nada tiene que ver con la urgencia de la coyuntura del gozo de la puntuación máxima del tiempo; gozo que tal vez posibilite la experiencia de lo absoluto en tanto máxima concentración del tiempo que atisbe el misterio de su totalidad. Se trata de una invitación profunda a “aprender a ver” o estar “con los ojos bien abiertos”, no sólo como fenómeno biológico sino como posicionamiento vital.

La obra atraviesa las experiencias más fuertes de la conflictividad humana, de las personas y las sociedades. Su simbología permite el tránsito hacia los grandes arquetipos culturales. Produce en su interacción un despliegue de significaciones y búsqueda de orígenes, despliegue articulado con naturalidad o fluir que se enhebra con coherencia. Tal es la riqueza compartida de esta percepción tan intensa: ser partícipes de una riqueza originaria que aspira a un futuro más humanizado y que por eso confluye en comunicación simbólica “aquí” en la dimensión del presente concentrado. Recorren este ámbito Los centinelas, así como también Nacimiento en el paraíso perdido, trasmutación de la arena y el petróleo que al llegar a la superficie se convierte en sangre. Fluir del origen que hoy se concreta en víctimas y guerras, en débiles dominados que no pueden llegar a ser. A Nora Correas le asombra y le duele “la imbecilidad humana”. Es el dolor ante la precariedad de vivir sin autonomía real, sin disfrute esencial, construyendo la “ceguera” propia y colectiva. Y afirma: “a la ceguera se llega sin intermediarios”… Y trabaja con una de esas intermediaciones: la comunicación social.

La metáfora se despliega a partir de las ratas. Su instalación es fuerte-sutil. Ratas en tanto individuos particulares, como también colectivo gregario. ¿Se trata de la condición humana? La autora expresa casi con ternura la paradójica situación de las ratas de laboratorio: “pueden ser objeto de experimentación y manipulación, pero quienes las tratan con habitualidad dicen que responden a las demostraciones de afecto y a las caricias”. La posibilidad está siempre abierta.

Se puede construir la humanidad en un proceso de aprendizaje social y personal. Se puede comprender que muchos humanos no pueden llegar a ser personas porque están excluidos de las condiciones mínimas que permiten concretarlo.

Se puede claudicar de la condición humana por las múltiples formas de corrupción. De allí que esta metáfora de la in-formación y de la des-información, que, como dice la artista, “se manejan desde las conveniencias”, constituye de algún modo una apelación ética a la manera de una convocatoria estética.

Esta apelación es esencialmente ética por la elección misma de la metáfora a partir de las ratas. Y es notable observar, a través del lenguaje, las cascadas etimológicas que surgen al analizar la palabra corrupción-corromper. Corromper proviene de dos fuentes primordiales: roer y romper.

Roer hace alusión al modo como las ratas procesan su alimento: lo desgastan, lo erosionan, lo muelen. El resultado de este trabajo hace que lo desgastado y erosionado se transforme en residuos, ruinas, en desechos.

Metafóricamente, el proceso de corrupción de los pueblos y personas comienza mucho antes de la visualización concreta de sus delitos, transgresiones y horrores. Antes que las acciones sean categorizables y encuadrables en algún tipo de juridicidad penal, mucho antes, ha acontecido un largo, lento y latente proceso de desgaste y erosión de los principios, de los valores, de la pulsión de Eros, constructor de vida.

Romper se vincula con la destrucción de alguna unidad o armonía establecida. Escisión que se asocia a la idea de ruta como erosión de un paisaje que es atravesado por alguna forma de construcción. Pero también esta acción deviene en rutina que es el transitar por lo mismo sin asombro ni sentido. Rutina entonces como posicionamiento de los mediocres que encuentran un falso poder en obstaculizar e impedir.

Las erosiones y desfiguraciones comunicacionales, las parcializaciones y absolutizaciones en la posibilidad de ver y ser visto, las mutaciones de la presencia humana metaforizadas en las ratas como objetos de manipulación son una culminación ético-estética a partir de la cual es posible encontrarse con la propia fragilidad y con el estertor de la libertad.

Esta instalación es altamente con-movedora ya que mueve-con. Y lo hace desde una de las fuentes de motivación-movimiento más grande de las culturas que es el arte. Nos invita a instalarnos, hacer lugar-casa en el círculo empático de la comunicación.

Si esta obra con-mueve, mueve, y si nos mueve, será, tal vez, posible, que al experimentar la transitada e impactante ruta de las ratas sintamos la piel erosionada, desgastada a la sensibilidad de los valores, a la situación ruin o arruinada que nos circunda y podamos acceder al asombro renovado de querer y poder estrenar humanidad. Se trata de celebrar el ahora buscando de dónde se viene y a dónde se va: de aquí y allá.